lunes, 18 de marzo de 2013

En la cima de la locura A 50 años del primer boom de los Beatles, la gira de rock más increíble de la historia.


Por Peter Brown
Vivo en Nueva York y en casa tengo una fotografía que no dejo de mirar. Fue tomada en el jardín de Brian Epstein en el verano de 1967: son tres Beatles —Ringo no salió en la imagen— junto a una colección de esposas y novias. John se encuentra acostado en una reposera, leyendo el diario; Paul y George tocan la guitarra en el césped; nuestros amigos y directores de gira, Mal Evans y Neil Aspinall, están revisando las Polaroid de Ringo; y yo estoy leyendo en una silla del jardín.
De primera instancia, es una foto cándida que nos capta descansando al sol, con la guardia baja. Pero habiendo estado presente, la imagen que Brian registró desde una ventana me resulta algo melancólica porque detrás del grupo se encuentran las altas paredes del jardín, como aislándonos del mundo.
El fenómeno Beatles suele describirse como una explosión, un big bang que se inició en Liverpool e hizo trizas el fastidio de la cultura popular y los valores sociales de una época; un estallido cuyas ondas siguen expandiéndose hacia cada rincón de la Tierra y a cada instante en el tiempo, sacudiendo a nuevas generaciones que —a cinco décadas de que Love Me Do se coronara entre los primeros 20 éxitos del Reino Unido— siguen compartiendo la alegría y el profundo asombro que sentimos hace todos esos años. El hecho de que escriba sobre The Beatles en 2013 testimonia el persistente influjo de aquella primera onda que experimenté directamente en el epicentro, no sólo como amigo y miembro de su equipo administrativo, sino también como uno de sus fans.
A pesar de los mejores esfuerzos de incontables biógrafos, es difícil precisar el instante en que ocurrió la explosión. Tal vez porque los Beatles que conocemos se desarrollaron a lo largo de años, transformándose en un compuesto químico casi milagroso de genialidad, suerte y agallas.
Desde mediados de la década del ‘50, los futuros miembros de la banda trabajaron para dominar sus instrumentos, tocando como acompañamiento de los discos que escuchaban en sus dormitorios y después, compartiendo entre ellos sus más recientes logros. Asimilaron los sonidos de Everly Brothers, Elvis Presley, Buddy Holly y otros artistas estadounidenses cuyos simples llegaban a manos de los proto-Beatles directamente de los barcos mercantes que paraban en Liverpool procedentes de puertos estadounidenses, o comprados en la tienda de Brian Epstein que yo administraba. Esa música y la locura skiffle popularizada en Gran Bretaña a fines de la década del ‘50, fueron elementos característicos de las primeras composiciones de The Beatles, y seguirían moldeando su sonido a lo largo de sus carreras.
Conocí a cada uno de ellos por separado durante sus años formativos. Los "muchachos" (que por entonces incluían a Stuart Sutcliffe, bajista; y Pete Best, baterista) iban regularmente al negocio para escuchar los nuevos éxitos que no podían costear; y como eran simpáticos y más o menos de mi edad, siempre les di entrada. Hasta 1961 —cuando visité el Cavern Club con un emocionadísimo Brian Epstein, inmediatamente después de que él los "descubriera"— comprendí que aquellos chicos obsesionados con el rock and roll que abarrotaban mis pasillos eran, de hecho, esponjas musicales que estaban creando un sonido novedoso y cautivador; una música y un estilo interpretativo crudo y raspante, pero irresistible.
Para perfeccionar su arte, trabajaron largas horas en insignificantes clubes de Hamburgo, Alemania y entre cada presentación de ocho horas, se tumbaban a descansar en cuartos abarrotados y sin ventanas. Fue allí donde surgió su sentido de hermandad y la camaradería que, más tarde, les ayudaría a sobrellevar el caos de la Beatlemanía; incluso su peculiar sentido del vestir emergió de aquel período bohemio. Todas esas experiencias e influencias fueron ingredientes básicos para el asombroso compuesto químico que fermentó, hirvió y cristalizó en octubre de 1962, cuando Love Me Do irrumpió en la cartelera británica.
Algunos dirían que el grupo tenía el éxito garantizado debido a su determinación, talento y carisma. De hecho, en aquellos miserables hostales hamburgueses, John solía azuzar a sus colegas con una sarcástica, pero profética combinación de pregunta y respuesta: "Where are we going, boys? To the Toppermost of the Poppermost!". Pero hacer carrera en el rock and roll no era cosa fácil, y los Beatles fueron rechazados por varias discográficas británicas importantes porque, según una broma popular, la clase trabajadora de Liverpool sólo producía "comediantes". Con todo, cuando Please Please Me conquistó el primer lugar de popularidad, en enero de 1963, supimos que teníamos algo muy especial.
Una vez que empezaron a ocurrir grandes cosas (incluida la surrealista y triunfal gira de 1964 por Estados Unidos), emigramos de Liverpool a Londres. Al principio fue divertido convertirnos en el centro de atención y asomarnos a todas las puertas que se nos abrían. En mayo de 1964, Brian dio una fantástica fiesta en su penthouse de Knightsbridge para toda la gente cool. Fue la velada más impresionante que habíamos visto en nuestras vidas, codeándonos con personalidades como Mick Jagger y Judy Garland.
Pero muy pronto fue casi imposible que los Beatles se desplazaran sin llamar la atención. Tenían problemas hasta para ir a la sede de la compañía, pues siempre había multitudes arremolinadas en la entrada. A la larga, Brian encontró un pequeño despacho en una apacible calle de Mayfair donde sólo estábamos él, una secretaria y yo. Como no pusimos nombre en la puerta, los Beatles podían entrar y salir sin ser vistos. Y así, esa oficina se volvió una especie de escondite familiar.
Con todo, hay que señalar que el ojo de la tormenta eran los propios "muchachos" —cuatro jóvenes cuyas vidas se desenvolvían de la manera más extraordinaria e imprevisible—. No obstante, a medida que su impacto se hacía más firme y extenso, su mundo comenzó a reducirse —tanto así que aun con el amor y la adoración de millones de fanáticos, muchas veces se sentían solos y aislados—. La fama los volvió introvertidos, llevándolos a buscar verdades más sublimes y contactos reales en un mundo que, a sus ojos, había enloquecido.
Jamás alguien ha tenido tanta fama como los Beatles. Cierto que compartían el escenario artístico con Frank Sinatra y Elvis; pero alcanzaron una popularidad que representaba no sólo lo que tal vez fuera el máximo consenso en la música pop, sino un nivel de atención tan envolvente que casi los devoró por completo. En 1964 no existía la "industria de la fama", con sus agentes, representantes, guardaespaldas y séquitos; sólo había Beatles y un puñado de amigos enfrentando el diluvio.
La banda estuvo de gira hasta 1967. En aquellos días, esos viajes servían para apuntalar las ventas de álbumes y durante los descansos en el recorrido, había que trabajar en nuevos discos. Por eso aún me sorprende que una vida bajo tanta presión produjera tantas canciones de gran calidad. Las habitaciones de hotel eran su hogar durante días, semanas; espeluznantes aglomeraciones los recibían cada vez que aparecían en público; y las contadas vacaciones eran una versión reducida de nuestro ya de por sí reducido grupo, lejos de las enloquecedoras multitudes. Cada palabra y movimiento de The Beatles era pasto para los medios y comidilla del público.
Para mediados de la década de 1960, la fama sin precedentes elevó a los Beatles a la condición de íconos políticos, religiosos, sociales y culturales. Durante la gira de Japón (1966, el último año de viaje para el grupo) un grupo de derecha vio en The Beatles la encarnación del "demonio de la perversa influencia occidental" y amenazó con asesinarlos. La situación no sólo los convirtió en cautivos de sus habitaciones de hotel, sino que los obligó a depender de una escolta del Ejército nipón para presentarse en sus conciertos. En la siguiente escala de aquella gira mundial, Filipinas, casi nos apalean en el aeropuerto porque no quisimos almorzar en el palacio presidencial; y ese mismo verano se llevó a cabo la hoy infausta entrevista en la que John, con tremenda ironía, dijo que probablemente los Beatles se habían vuelto más famosos que Jesucristo —declaración que desencadenó ira religiosa durante la gira de verano por Estados Unidos, haciéndonos temer que alguien quisiera atentar contra sus vidas mientras estaban en escena.
De vez en cuando, los Beatles se daban una vuelta por el mundo para echar un vistazo. El "Verano del amor", de 1967, George fue al barrio de Haight-Ashbury, San Francisco, y encontró a miles de hippies que comenzaron a seguirlo, esperando que dijera algo, que cantara algo, que diera sentido a sus vidas. Muy decepcionado, comentó después que lo miraban como si fuera el Mesías. Si la Beatlemanía tenía el poder para inspirar esperanza y alegría, aquél era su lado negativo.
Aquellas experiencias y las presiones de la fama quedaron plasmadas en la música mágica que producían. A la vez que sus canciones se hacían más sofisticadas, sus temas comenzaron a abordar aspectos como la soledad ("Eleanor Rigby"), la introspección (In My Life) e incluso las tardes en el jardín con sus amigos (Here Comes the Sun). La ardiente y prodigiosa química entre John y Paul dio paso a estilos individuales que resultaron en composiciones icónicas como Penny Lane y Strawberry Fields Forever. Como observador de su proceso creativo, encontraba arrobador cómo seguían creando canciones que elevaban el estándar cada vez más, acumulando triunfo sobre triunfo con vertiginosa celeridad. Hoy es difícil explicar qué sucedió, pero en el período de 1964 a 1967 (tres breves años) los Beatles pasaron de I Wanna Hold Your Hand a Sargent Pepper´s, con una pasmosa facilidad para crear himnos que el público abrazaba de inmediato. Otro momento semejante ocurrió en 1968, cuando Paul —en un período en que The Beatles hizo una pausa entre sus grandes hits— nos presentó una canción que se convertiría en una obra maestra de siete minutos: Hey Jude. La fuente creativa de aquellos muchachos era inagotable.
Es posible que ésa sea la esencia del legado de The Beatles. No fue simplemente el big bang de 1962 lo que lanzó al grupo hacia el camino del éxito, sino el enorme esfuerzo de convertirse en The Beatles y el tremendo trabajo de serlo siempre. Hubo otras explosiones históricas que precipitaron el crecimiento y la evolución del grupo, engendrando canciones que desencadenaban revoluciones propias y expandían continuamente la influencia de la banda. Y ahora, al aproximarse el 50° aniversario de su primer gran éxito, nuevos escuchas y artistas se disponen a retomar la causa y llevarla aun más lejos, cada cual a su manera. Beatles por Siempre —no cabe la menor duda.
Brown, confidente íntimo de los Beatles, fue también el director ejecutivo de su compañía, Apple Corps.
Nota de Newsweek. fuente: http://todoshow.infonews.com

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