viernes, 2 de agosto de 2013

Karita Mattila: con espíritu de cabaret. Por Federico Monjeau.

Venerada por el público local desde aquel antológicoSimón Boccanegra de 1995 junto a a Jose van Dam y Ferruccio Furlanetto, la soprano finesa Karita Mattila volvió ahora al Colón contratada por el Mozarteum para dos recitales con un mismo programa (aquí se comenta el segundo), en compañía del formidable pianista Martin Katz.
El programa fue más bien heterogéneo. La primera mitad comenzó con cuatro canciones de Brahms (Meine Liebe ist grün....WiegenliedVergebliches Ständchen y Von ewiger Liebe) y continuó con otras tres del francés Henri Duparc (Chanson tristeAu pays où se fait la guerre y Phidylé), para cerrar con el ariaSola, perduta, abdandonata , de Manon Lescaut de Puccini.
La selección describe una extraña progresión, sobre todo teniendo en cuenta que la histriónica Mattila no se ahorra ninguna gestualidad. La idea de cerrar la primera mitad del recital con un aria de semejante patetismo parece obedecer a un criterio (convencional y discutible a la vez) de variedad; a la supuesta conveniencia de mostrar a una gran intérprete en distintos registros, pero es más lo que se pierde que lo que se gana. Esa desesperada aria de Manon queda como un injerto completamente fuera de lugar luego de Brahms y Duparc.
La segunda mitad fue más lograda. La soprano abrió con tres canciones de su compatriota Sibelius (Al anochecerLa primavera se apresura a marcharse y La joven que retorna del encuentro con su amor), la primera en finés y las otras dos en sueco. Y esa primera canción de Sibelius fue tal vez fue el punto más perfecto del programa; por la punzante forma ascensional que Mattila y Katz imprimieron a esa canción que parece concebida “de un solo trazo”, como señala con precisión Claudia Guzmán en las notas de programa.
El recital continuó con Dvorak. Primero, una brillante interpretación de la Canción a la luna , el aria de la ópera Rusalka (difícilmente una orquesta pueda superar la expresividad y sutileza de Katz); después, las Siete canciones gitanas op. 53, con lo que el recital enfiló resueltamente al terreno del cabaret, todo un filón de Mattila. Un cabaret-campestre, con Dvorak, pero que de todas formas en este marco sonó más convincente que el patetismo pucciniano. fuente:clarin.com

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